Pueblos indios de América

Durante la Década de los Pueblos Indígenas, en los años noventa, fue que la comunidad internacional reconoció a las poblaciones descendientes de culturas precolombinas en América. (Foto: especial)

Durante la Década de los Pueblos Indígenas, en los años noventa, fue que la comunidad internacional reconoció a las poblaciones descendientes de culturas precolombinas en América, el derecho a ser nombradas como muchas de ellas venían haciéndolo desde “tiempos inmemoriales”.  Ñañúes, Inuit, Kikapúes, Wiráricas, O’onas, p’urhépecha, entre otras denominaciones, que dan cuenta de la ubicación, origen y creación de culturas extraordinarias, frecuentemente desconocidas para ojos y pensamiento occidental.

       “Con el permiso de El Corazón del Cielo y El Corazón de la Tierra, recordando la memoria de nuestros abuelos y abuelas, madres y padres; agradeciendo la gratitud de la Madre Tierra: los pueblos indígenas de Ab’ya Yala, en el ámbito de nuestra más noble y profunda tradición, con claridad, inspiración espiritual y en el ejercicio de la continuidad de nuestras existencias individuales y colectivas, expresamos, con todo el significado y fuerza creativa, la percepción trascendental de nuestros pueblos indígenas, para fortalecer nuestra energía, alumbrar nuestro camino y dejar constancia de nuestra práctica y nuestra existencia”, …es el preámbulo de la Declaración de Ab’ya Yala, conocida desde 1992.

       Siendo contexto esa Década, fue que surgió una fecha para reconocer la presencia de las poblaciones indígenas, no sólo en América, sino igual, en muchos rincones del planeta donde se afirma una raíz fundacional, originaria: el día 9 de agosto.  Iniciativa del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas, contó con fundamentos sólidos, surgidos del análisis de Cosmovisiones diversas, pero coincidentes en la consciencia de una vida humana fundamentada en el equilibrio y armonía con su entorno.

       “La visión india de la propiedad resulta el espacio ecológico que crea en nuestra conciencia, no una interpretación ideológica o un recurso fungible, sino una visión de reinos distintos contenidos en un espacio sagrado.  Esto es fundamental para la identidad, personalidad y humanidad: el concepto del ser no acaba en la carne, sino que continúa en la tierra, hasta donde llegan los sentidos”, cita el Grupo de Trabajo de la ONU.

       Los pueblos indígenas llevan siglos explicando que debido a su profunda relación con sus tierras, territorios y recursos, es necesario disponer de un marco conceptual diferente a las leyes y normas occidentales para comprender esa relación, así como reconocer las diferencias culturales que existen entre quienes identifican a la tierra como dadora de sustento y quienes sólo la ven como una mercancía.  Esos pueblos entienden que resultaría absurdo retroceder cinco siglos en las técnicas de producción.  Pero no menos absurdo resulta no darse cuenta o ignorar las catástrofes provocadas por un sistema que (alejado de la cosmovisión indígena) exprime a hombres, mujeres e infantes, y arrasa los bosques, y viola la tierra y envenena los ríos, lagos y mares, para sacar la mayor ganancia en un plazo menor.

       “En las enseñanzas de nuestros antepasados, hemos aprendido que en toda forma de vida encontramos a la máxima conciencia universal unificada, por ello los pájaros, los árboles, los volcanes, las montañas, los ríos, los mamíferos, las estrellas, las nubes, las plantas y los vegetales son nuestros hermanos y hermanas, y todos somos hijos de la Madre Tierra y del Padre Sol.  ¿Cómo puede haber enemigos entre padres, hijos y hermanos?  En nuestros idiomas no existe el término enemigo, solamente el concepto: hermanos que no quieren ser nuestros hermanos”.

        El recordado Eduardo Galeano, autor de Las Venas Abiertas de América Latina, afirmaba en su libro “Ser como Ellos”: “Las llamadas culturas primitivas resultan todavía más peligrosas porque no han perdido el sentido común.  Sentido común que es también, por extensión natural, sentido comunitario.  Si pertenece a todos el aire, ¿por qué ha de tener dueño la tierra?  Si desde la tierra venimos y hacia la tierra vamos, ¿acaso no nos mata cualquier crimen que contra la tierra se comete?”.

       Generalmente, de las culturas originarias de nuestro Continente, se conocen generalidades, con las que incluso queda sentado que por lo idílicas, han quedado rebasadas por la ciencia y la tecnología.  Así, se afirma que en el pasado, los abuelos y abuelas construyeron grandes obras y desarrollaron notables conocimientos, algunos de los cuales han servido a otras culturas y pueblos: en la alimentación (gastronomía), en el conocimiento derivado de la observación de los astros y fenómenos celestes, en nuestra relación con el cosmos, por ejemplo.

       Sin embargo, poco o nada se sabe de la filosofía que aún mueve el sentimiento de comunidad.  Nuestros pueblos originarios han sido capaces de admitir que a la razón le resulta imposible dominar todo: seguramente por ello asumen la necesidad de fortalecerse entro de los senderos del sentir, de lo sagrado y de las emociones, porque “sin sentimientos no hay hermandad, sin el componente sagrado nadie puede respetar la naturaleza aunque haya voluntad, y sin emociones, se acaban las experiencias y se codifican las conciencias”.

       Como sucede en muchos países del mundo y de nuestro continente, los mexicanos sabemos relativamente poco de nuestras raíces étnicas; de los pueblos nativos o “auténticos custodios de estas tierras” mal nombradas “indias” por aquellos colonizadores que desde la Conquista las situaron en un plano de inferioridad y de explotación.  Lo terrible y vergonzoso, es que se continúe reproduciendo ese esquema hasta nuestros días, provocando que los pueblos y pobladores originarios vivan como exiliados en su propia tierra, renunciando a su lengua, a su indumentaria, a sus tradicionales formas de vida, porque han dejado de ser señal de identidad y han pasado a convertirse en una marca de maldición.

       Afortunadamente, cada vez más va creciendo, sobre todo entre jóvenes generaciones de los pueblos originarios, un sentimiento de orgullo y dignidad, como se menciona en uno de los párrafos de la Declaración de Ab’ya Yala, que fue construida con la participación de hombres, mujeres, ancianos y jóvenes del Continente: “Debemos dejar de delegar y asumir nuestra responsabilidad.  Quien nos diga lo contrario, nos está haciendo mucho daño.  Hay que tener seguridad en nosotros mismos; hay que recordar la frase de los Abuelos: Lo que no hagamos por nosotros, nadie lo va a hacer.  Una persona segura, es una persona que se gana el derecho a que le tengamos seguridad y confianza… Es necesario que todos los hijos de Ab’ya Yala recordemos que lo fino solamente se alcanza cuando se es capaz de engendrar las más amplias relaciones a través de la participación personal, comunitaria y ecológica”.

        Hoy muchos pueblos indios libran una batalla desigual contra la ambición del hombre.  Contra   los denominados “hermanos que no quieren ser hermanos”.