54 años y no se olvida

Hace 54 años, yo me recuerdo adolescente… pero además, consternada y rabiosa (como define Benedetti). (Foto: especial)

En un artículo aparecido hace dos años, refiriéndose al 2 de octubre de 1968, Gilberto López y Rivas escribió: “Esta masacre, planeada desde la cúspide del poder político-militar, no ha sido investigada, ni mucho menos sus responsables llevados ante la justicia, a pesar de que, por su naturaleza, estos crímenes son imprescriptibles y no pueden ser objeto de amnistía”.

       Hace 54 años, yo me recuerdo adolescente… pero además, consternada y rabiosa (como define Benedetti).  Me resultaba extraño que a diferencia de amistades y compañeras de estudios contemporáneas que, aparentando indiferencia ante las noticias que llegaban desde la ciudad capital del país, yo me empeñara en señalar que en los inicios de ese mes de octubre, se hubiera cometido un abominable acto de represión por parte del gobierno federal contra un movimiento inicialmente estudiantil.  Movimiento que en los meses posteriores pudimos darnos cuenta de que llegó a congregar a muchos estamentos de la clase trabajadora en el país: el México que seguramente desde lustros anteriores, ya tenía gobiernos sujetos a los intereses económicos y políticos de empresas extranjeras.  De ahí partían mis reflexiones y tribulaciones.

      ¿Sería entonces que conocí la frase, atribuida a no sé quién, en boca de mi hermano menor: “Si quieres tiempos felices, no analices, muchacha.  No analices?”.  Obviamente, la hice a un lado y me atreví a vivir con entereza mis circunstancias.

       En casa, se comentaba con una consternación poco habitual, de todo lo que había antecedido a la feroz represión en la Plaza de las Tres Culturas, de la que sólo daban cuenta pocos medios informativos (entre ellos la revista ¡Siempre!).  Y algo se percibía en el ambiente, que en lugares de provincia como el nuestro, a pesar de todo el despliegue ofrecido por los medios de comunicación de la época (al servicio o bajo control del Estado), que privilegiaban lo que se esperaba fuese una de las mejores “fiestas del deporte”: las Olimpiadas 1968 en territorio americano.  Cumpliendo así una aberración imperdonable: ocultar las atrocidades y crímenes cometidos por el ejército, en contra de estudiantes y pueblo, sin distingo de edades.

       La escritora Elena Poniatowska, entonces joven periodista, recuerda en entrevista reciente: “Lo que más me impactó (al llegar a Tlatelolco la mañana del día 3), fue que en la zona arqueológica había gran cantidad de zapatos, incluso de tacón.  Pertenecían a los que salieron huyendo cuando se iniciaron los disparos desde lo alto de los edificios, disparos sobre una multitud inerme, encajonada.”

       La imagen que se tenía del país, apacible y próspera, se rompió al quedar al descubierto, con la movilización y descontento de universitarios, la exasperación popular ante una crisis económica reflejada en ese entonces en los bajísimos salarios y la ausencia de prestaciones laborales elementales (como la de seguridad en el trabajo) aún dentro de sindicatos fuertes y combativos; el abandono de los apoyos para el campo; el crecimiento anárquico en las ciudades y la persecución y asesinato de líderes del campo y de la ciudad… en fin, problemas a los que no se les ha dado, desde entonces, la atención adecuada y justa… y siguen causando enojo entre la sociedad, sobre todo cuando actos de corrupción se pretenden ocultar con espectáculos insulsos.

       También recuerdo (pasados estos 54 años) que algunas de nuestras amistades familiares, egresadas de la Universidad Michoacana y que para entonces ya como profesionistas se desempeñaban dentro y fuera del Estado, contaban entre anécdota y anécdota, cómo la Casa Nicolaita había sido también vulnerada por el Estado, durante los años 60 (63-65), tomando el gobierno del Estado el control de ella mediante la intromisión del ejército, que ocupó sus instalaciones, cerrando las escuelas de humanidades , encarcelando a varios maestros y alumnos que habían hecho frente a esta invasión-represión y que costó la vida a dos valerosos estudiantes.  ¿El delito? La Universidad, surgida para educar a hombres y mujeres libres, bien pensantes y de ideales libertarios, al servicio de su Patria (Como Hidalgo y Morelos, pues), fue acusada de albergar en sus aulas y promover en sus planes de estudio, ideas socialistas… cosa nada buena para gobiernos autoritarios y al servicio del gran capital.  Y en esa época, se crea la Junta de Gobierno… para que nada ni nadie salga del control.

       Además, quienes teníamos interés en conocer la historia de los movimientos sociales en el mundo, también sabíamos de la rebeldía del estudiantado universitario en países europeos, como Francia, o Praga.  “Ser joven y no ser revolucionario, resulta una contradicción”.  Para mí, más que una consigna, resultó una especie de “mantra”.

       Cuánto dolor trajo a nuestros jóvenes corazones ese 2 de octubre de 1968.  Que si por primera vez una mujer encendía el “fuego Olímpico”; que estaban “divinos” los uniformes de edecanes nacionales; que la pirotecnia estuvo “nunca vista” y que la transmisión de la Olimpiada resultó una maravilla en cuanto el “raiting” alcanzado… Yo sólo recuerdo las imágenes de jóvenes, casi niños, cuyos cadáveres eran apilados y custodiados por soldados de rasgos indígenas.  Y empecé a leer los textos de Oriana Falacci, de un joven Carlos Monsiváis, de esa periodista que con toda candidez metía en problemas a sus entrevistados y que pocos años después estaría en nuestra casa, acompañada de Gaspar Aguilera y mi hermano Gustavo (Elena Poniatowska). 

       En el libro Fuerte es el Silencio, “Elenísima” escribió: “Si José Revueltas se equivocó al creer que el gobierno no lograría detener al movimiento estudiantil, no se equivocó al pensar que era el más enloquecido ejemplo de pureza que nos sería dado presenciar.  Su mayor acierto, en sus últimos años, es haber participado en él; lo es también de Heberto Castillo y de otros maestros que se unieron a los jóvenes.  Ellos tenían razón, como la tuvo el rector de la UNAM al enfrentarse al gobierno.  Los que sobrevivieron al 2 de octubre, a la cárcel, al exilio, le dieron un sentido a su vida que otros no tienen.  Cuando veo a González de Alba, a  Álvarez Garín, a Guevara Niebla, al Pino, al Búho, pienso que detrás de ellos caminan cientos de miles de manifestantes, los que protestaron, los que se la jugaron; sé que ellos eran distintos antes del 68; sé que aquel año escindió su vida, como escindió la de muchos mexicanos… (aquí me incluyo). En 1968 México fue joven y nos hizo jóvenes a todos”.

       Termino con la cita de don Manuel Marcué Pardiñas: “De muchos, nadie sabe dónde están ahora: no tienen tumba, están dispersos en las raíces de la Patria…”.  Nos hacen falta, y no se olvidan.