Celebración a la vida a través de la muerte

Llegó la temporada de ofrendar a nuestros linajes ancestrales. (Foto: especial)

Cercana la fecha en que el pueblo mexicano se vuelca en esa celebración dedicada a nuestros difuntos, todavía transitando por los sucesivos contagios, temores y previsiones derivados del SARS-COV 2 (como se ha denominado científicamente a la pandemia que vivimos globalmente), quiero compartir lo que escribió en julio de 2020 el académico y analista Miguel Ángel Adame Cerón en el suplemento semanal de conocido diario: “Para México, América y el mundo, 1520 fue el año en que una nueva pandemia, encabezada por la viruela, inaugura la segunda fase del ciclo de epidemias de larga duración que conformará la mundialización de los ecosistemas microparasitarios que, a su vez, se inserta como parte nodal de una unificación ecológica del planeta, de la cual procede el moderno régimen epidemiológico… Ambos años, 1520 y 2020, marcan una historia de quinientos años de perturbaciones ecológicas y epidémicas producidas por la lógica codificada en el ADN del sistema de producción y reproducción capitalista…”  Yo estoy convencida de ello.

       Pero hablemos del Día de Ánimas o de los Fieles Difuntos, resultado de una tradición tan arraigada en nuestra cultura, que difícilmente podrá ser arrancada de raíz, ya que sabemos que como otras manifestaciones culturales patrimoniales, nos distingue como pueblo. Y hoy como nunca antes, entendemos que al mantenerla viva, contrarrestamos en alguna forma esa labor continua de desnaturalización que ataca por tantos y diferentes medios.

       El hombre del pasado sabía que muriendo, la vida continuaba; que existía una posteridad, un futuro.  Actualmente, ya entrado el siglo XXI y dando inicio al tercer milenio, en términos cristianos y en términos de algunas culturas mesoamericanas (como la mexica), al final del Quinto Sol…  Resulta, por consecuencia, tener en cuenta de que estamos transitando por un momento crítico en la historia, porque siempre que se cierran ciclos de tiempo, la convivencia humana llega “a tocar fondo” y pareciera sumamente desolador el panorama.  Pero sucede que en medio de la turbulencia, se abren espacios luminosos que nos permiten emprender un examen crítico de nuestra relación con la Tierra y con la Naturaleza y nos encontramos en posibilidad de rectificar.

       Decía Pablo Neruda: “He renacido muchas veces, desde el fondo de estrellas derrotadas, reconstruyendo el hilo de las eternidades que poblé con mis manos…”.

       La celebración a nuestros difuntos en México es ecléctica, es indígena, es española.  Siempre se ha tenido respeto por la muerte entre las culturas precolombinas, pero también permea ese carácter lúdico que viene de la cultura europea, provocada por las famosas epidemias de la “muerte negra”.  De entonces, se empezó a ver a la muerte bajo otro concepto: era el temor, pero se trataba de vencer el miedo ante el suceso del que nadie escapa.

       Para los mexicanos, la muerte no es un juego; se le considera familiar, porque está siempre presente entre nosotros, por eso a los vivos les corresponde hacer que su estancia sea lo más placentera posible “para que no nos haga daño”.  En donde sí encontramos humor, burla, un “burlarse de la muerte”, es indudablemente, en las calaveras de José Guadalupe Posada, Santiago Hernández y Manuel Manilla, quienes aprovechan la forma tradicional de la Danza Macabra, para hablar en sus “calaveras”, con deliciosa ironía, con humor y sarcasmo, de las diferentes

dificultades, molestias y apuros que llegan a amargar la vida a cualquiera.

       Comunidades, pueblos, ciudades, forman un abigarrado mosaico de costumbres, tradiciones y cultos a quienes “viven en el más allá”, extensión quimérica de la vida terrenal, siempre respetada, amada y conservada por los que habitamos esta tierra.  Diversos son los medios para lograrlo: la foto del difunto, de los niños y niñas que muriendo tempranamente, se transforman en “angelitos”; veladoras, cirios, panes, agua, dulces, frutas, guisos tradicionales de cada región, sin faltar los preparados con maíz; flores de cempasúchil, nube, cinco llagas, amaranto, santamarías y esos lirios que en algunos lugares llaman “flor de ánima”.  Arcos comunitarios monumentales en la región p’urhépecha, que “reciben a todas nuestras ánimas”, o arcos personales y familiares en las tumbas.  Y para las ánimas pequeñas, los juguetes que acompañan la ofrenda y el camino señalado con pétalos de flores que les guiará del cementerio a sus hogares.

       En comunidades indígenas se piensa que durante tres años hay en la tumba algo del difunto y le llevan a ese lugar la ofrenda.  Pasado ese tiempo, creen que el espíritu del deudo ha dejado de tener personalidad propia y se funde en el gran todo, en un solo y gran espíritu a quien invitan a llegar pasando por el arco levantado con ese propósito, a la entrada de la comunidad, o en el atrio de la iglesia.

       En territorio michoacano encontramos uno de los lugares más antiguos de Mesoamérica donde se tuvieron rituales de aprecio y cuidado por los difuntos: El Opeño, situado en el municipio de Jacona, con más de 3,500 años de antigüedad (aproximadamente 1,500 años antes de nuestra era).  Todavía hoy, sin permanecer ajenxs a los descubrimientos científicos de este tercer milenio, podemos maravillarnos ante la concepción que esos pueblos (calificados como “primitivos”) tenían acerca de cómo todos los seres vivos: “no somos seres separados, sino dinamismos o etapas de un proceso en el que no cabe la muerte, sólo la transformación”.

       La muerte, en nuestra cultura, siempre tendrá permiso, dijo Edmundo Valadés.  Se aparece en todos lados.  Unos la pintan y modelan en calaveritas de azúcar, de barro y de los materiales más insospechados; la comemos en el pan; los niños la juegan como títere o sonajero y los adultos la evocan y “arrullan” con cánticos y rezos.  En los cementerios, se envuelve entre aromas de cempasúchil, “chinas”, nubes y lirios.  Disfruta de las romerías en que se convierten los “camposantos”; escucha atenta los recuerdos que se hacen de quienes “nos dejaron” o “se adelantaron” y se estremece con las alabanzas y los llantos.  Se da cuenta de que estos días de muertos o de ánimas son verdaderas fiestas a la vida y pretexto para retomar las conversaciones interrumpidas.

       Seguramente, es en la cultura p’urhépecha donde se encuentra más presente el concepto “vida a través de la muerte”. Lo cierto es que “el mexicano ve a la muerte como un símbolo milenario, dual, inseparable del concepto Vida, que rige nuestra existencia dentro de un misticismo materializado en una fiesta que no se pierde, que se mantiene a través del tiempo como un elemento de cohesión y como parte esencial de nuestro ser”, cita la maestra Sonia Iglesias y Cabrera,

       Llegó la temporada de ofrendar a nuestros linajes ancestrales.