La bella viajera

La tala, la deforestación, los pesticidas y herbicidas "matan a las mariposas y al asclepia, la planta huésped de la que se alimentan las larvas de la mariposa monarca", señala la UICN. (Foto: especial)

En este mes de noviembre, se recuerda la partida (hace 20 años), de un significativo personaje que dedicó más de cincuenta años de su vida al estudio de la Mariposa Monarca: el profesor naturalista Fred Urquhart, nacido en Ontario, Canadá, el año 1911.  Gracias a su interés, hoy conocemos lo que resulta un hecho sorprendente, casi milagroso, que se repite año con año, y que sucede en algunas regiones del Continente: la migración de millones de estos bellos artrópodos, de la clase insecta y del orden lepidóptero, que hacen del eje Neovolcánico mexicano el sitio  santuario para su reproducción, desde  hace millones de años.

       A pesar de que en el año 2008 se logró la declaratoria para la Biósfera de la Monarca como Patrimonio Mundial Natural, el territorio se ha visto afectado con la tala inmoderada, los incendios (muchas veces provocados), el exceso de visitantes y la amenaza constante del crecimiento de las poblaciones vecinas, que ponen en riesgo a los extraordinarios seres alados… que han tenido que alejarse, un poco cada temporada, intentando ponerse a salvo.

        Seguramente, si quienes depredan los bosques que las mariposas necesitan para realizar su ciclo evolutivo, conocieran y entendieran a profundidad la proeza realizada por esos seres de apariencia frágil que llegan a nuestras tierras buscando la vida y prolongándola en nuevas generaciones, tal vez muchos cambiarían el rumbo de sus acciones. 

        Actualmente, la procedencia de la mariposa Monarca no es ya un misterio, gracias a que muchos científicos y naturalistas han dado cuenta de su “volar” por el planeta y por ellos sabemos que desde hace millones de años,  cuando aún los continentes se encontraban unidos, nacieron estos artrópodos en las áreas tropicales de América y Euroasia; tiempo después, hicieron su hogar en las rocallosas montañas de Canadá, pero al llegar el invierno a esas tierras, inician un extenso recorrido desde el sureste de ese país y el noreste de Estados Unidos, al eje Neovolcánico mexicano.

       Sus alas menudas y frágiles, son capaces de rasgar el firmamento a velocidades de tres mil kilómetros por día, descansando sólo por las noches, cuando las temperaturas son más bajas.  Cada mariposa viaja sola y utiliza sus alas como recolectoras solares, que le permiten obtener la suficiente energía para llegar a su destino de hibernación (a cuatro mil o cinco mil kilómetros de distancia) en un clima cálido y húmedo, a una altura de dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar.

       Entre los mexicanos bosques de oyameles, se inicia el romance de las mariposas, del cual nacen cientos más, sobre las aterciopeladas hojas de unas plantas llamadas azclepias o algodoncillo, que además de darles vida, les permiten obtener sustancias tóxicas para defenderse de sus depredadores.

       En el México prehispánico, las mariposas de colores brillantes (como los de la Monarca) eran asociados con la belleza, el amor y las flores, mientras que las de colores oscuras constituían un mal presagio: eran anunciadoras de la muerte y de los malos tiempos.

        Durante mucho tiempo, las gráciles mariposas cumplieron sus ciclos reproductivos y migratorios, pasando casi inadvertidas para muchos, excepto para naturalistas como Carlos Linneo, quien en 1758 se ocupó de estudiarlas  y les dio el nombre científico de “danaus pléxippus; o de otros estudiosos de Canadá y Estados Unidos, que desde 1937 fijaron su atención en el hecho de que la Monarca (o papalota de monte en México) abandonaba durante el invierno las zonas que habitualmente ocupaba (cercanas a los Grandes Lagos) y regresaba en primavera.

        Y fue gracias al naturalista canadiense Fred Urquhart, nacido en Ontario, y a su esposa Norah, que ahora conocemos todo el fenómeno migratorio que rodea a la Monarca.  Urquhart, trabajando en el Museo Real de Ontario, abordó el estudio del lepidóptero, insecto que lo intrigaba desde niño por habitar bosques cercanos a la reserva.

       ¿A dónde iban las millones de mariposas que en enjambre, durante el otoño, se reúnen en los bosques que bordean los Grandes Lagos y desaparecen en invierno?  A principios de los años 50, el profesor Fred, acompañado de su esposa, empezaron a “seguir los vuelos” del escabullidizo insecto.  En los años 60, ellos promovieron una campaña que duró varios lustros y que fue apoyada por una legión de voluntarios (maestros y alumnos de primaria) y habitantes de la comarca.

        Gracias a los años en que se realizaron las marcas, más los estudios de campo que realizaron, llegaron a tres conclusiones: 1) Que la mayoría de las mariposas migran. 2) Que las poblaciones que viven al Oeste de las Montañas Rocallosas, invernan a lo largo de la costa de California.  3) El destino de invierno de las demás poblaciones de América del Norte, es México.

      Esto último se confirmó en 1974, cuando Ken Brugger, ingeniero estadounidense que se enlistó como voluntario con el profesor Urquhart “descubrió”, en la cumbre de un monte escarpado, a 180 kilómetros al oeste de la Ciudad de México, el Santuario de la Mariposa Monarca.

       El 18 de enero de 1979, el profesor Fred Urquhart y su esposa Norah lo corroboraron personalmente, acudiendo al  santuario mexicano. Por haber dedicado una vida al estudio de la Monarca, el naturalista y su esposa recibieron la Orden de Canadá. Fred Urquhart murió en Toronto, Canadá, el 3 de noviembre de 2002, habiendo cumplido el sueño que fue acariciando desde pequeño.

       Algunos abuelos cuentan  que el lugar donde se hospedan las mariposas Monarcas en México (las montañas de Michoacán y el Estado de México), era un sitio considerado sagrado, porque en esos seres alados se reconocía y honraba a los espíritus de los antepasados. El profesor Urquhart reconoció que la Monarca es prueba fehaciente de la interrelación que existe entre cualquier ser vivo y la naturaleza: nada en ella puede ser dañado, sin que suframos las consecuencias.