Altares de Dolores

Se atribuye la implantación de esta tradición a los franciscanos, y posteriormente a los jesuitas (Foto: Archivo ACG)

Cuenta la tradición que el Viernes de Dolores, la Virgen María se encuentra muy triste porque ya sabía del próximo sacrificio de su Hijo: “Oh, vosotros todos que pasáis por el camino, atened y ved si hay dolor semejante al mío…”, dice la adolorida madre al recordar al hijo que será inmolado unos días más tarde.  Pero también, paradójicamente, ese día es “el santo” de la Virgen en su advocación llamada de los Dolores, por lo tanto, se le representa con una espada o un pequeño puñal, símbolo de su aflicción, clavado en su corazón.  Entonces resulta necesario consolar, o por lo menos distraer a la Virgen, para que olvide aunque sea momentáneamente, su profundo penar.

Tratar de consolar a la Virgen agasajándola, es característica de esta festividad mariana, celebrada por la Iglesia en México, desde finales del siglo XVI, según documentan algunos cronistas.  Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XVIII cuando aparecieron relatos bien documentados con alusiones concretas a los festejos populares.  Y es entonces cuando el culto mariano a la Virgen de los Dolores sale a espacios públicos, fuera de las iglesias, haciéndose extensivo a los hogares y barrios mexicanos.

Como otras representaciones religiosas que muestran el sincretismo indoeuropeo en estas tierras, se atribuye su implantación en ellas, a los franciscanos y posteriormente, a los jesuitas.  Resulta evidente que la suntuosidad del culto prehispánico fue tomada en cuenta por los religiosos, quienes trataron de promover, mediante nuevo esplendor, los ritos antiguos, tan elaborados en su ceremonial y ornato, además de estar tan íntimamente ligados a la naturaleza.  Existen versiones populares que afirman cómo estos altares encierran actos de agradecimiento y culto a la Madre Tierra (representada en la figura de la Virgen), y el misterio de cómo, con la muerte de la semilla (o la muerte de su Hijo Jesús) germina y renace a una nueva vida.

Entre los pueblos precolombinos, la misericordia era un sentimiento desconocido entre las deidades aztecas, por ejemplo, y por lo tanto, entre los hombres; pero en cambio sí se daba entre el mundo cristiano y se expresaba claramente en la relación de Cristo y su madre, la Virgen María.  La unión del espíritu religioso indígena con los conceptos cristianos, dio como resultado una devoción aceptada totalmente por el pueblo mexicano.

Y en lo que respecta a la Virgen, los españoles establecían con ella una relación a veces demasiado humana, traducida incluso en los piropos que aún en la actualidad lanzan a su imagen, durante las procesiones hispánicas: muchas veces le hablan y la halagan, como si se tratara de una mujer.  En cambio, el indígena, el criollo y más tarde el mexicano común, no se atreven a hablarle con tanta familiaridad a la Madre de Dios; para ellos, la Virgen inspira un amor más divino que humano y, por lo tanto, provoca un profundo sentimiento de respeto.  De aquí que la fiesta de la Virgen de los Dolores sea una celebración llena de piedad, por el dolor que aflige a la Santa Madre.

“El Altar de Dolores es un poema sin palabras, fabricado sólo de carne palpitante de las metáforas; hecho con versos de flores aromadas, rimado con toronjas y naranjas y acentuado con el canto lastimero de palomas habaneras.  Este Altar es un cargamento de aromas, de colores y sabores ácidos de entusiasmo, animación, espiritualidad y Fe.  Todo lo que hay en el Altar se hace porción del dolor de la Virgen y el dolor se mira, se respira, se siente, se encarna, se materializa, se bebe, se come”, describe el maestro Ramón Mata Torres en su reseña Altares en Jalisco.

Todos los objetos que aparecen en el montaje del Altar de Dolores, son representación sincrética de los cuatro elementos que se conjugan para tratar de aminorar el dolor de la Madre Santa: aguas de colores, que son las lágrimas vertidas por María; frutas, flores y semillas germinadas, productos de la madre tierra; banderitas doradas y corredizos de papel de china picado, que revolotean al soplo del viento; velas y veladoras, que mantienen vivo el fuego de la esperanza de una nueva vida, aún después de la muerte.

La preparación del Altar comienza con la siembra (dos semanas o diez días antes) de diversos granos, en pequeñas macetas de barro, en comales o en latas de sardinas (que se consumen en temporada de cuaresma): chía, alpiste, trigo, cebada o amaranto, cuidando de regarlas con frecuencia para que el día de la colocación del Altar se encuentren debidamente germinados.  Se sugiere germinar las semillas en rincones oscuros y frescos, para que adquieran un color verde tierno.

En naranjas agrias, o pintadas de color dorado, se encajan las banderitas doradas o de colores morado y blanco.  Con papel picado también se preparan algunos corredizos, o incluso se puede tapizar el muro de fondo del Altar.  Para darle colorido al montaje, se tiñe agua de siete colores diferentes (con anilinas vegetales) y se coloca en recipientes transparentes como copas, botellones o vitroleros.  También se pueden colocar esferas de cristal de colores o azogadas de mercurio, con tonalidades púrpura, doradas o plateadas.

Las velas colocadas en candeleros, así como lámparas de aceite, pueden suplirse con veladoras, para que al encenderlas, el calor de las llamas haga que el papel picado se mueva y cruja, produciendo además, suaves destellos.  Pétalos de flores, ramos y macetas, complementan el Altar en el que, por supuesto, una escultura de la Virgen Dolorosa o una pintura representando su rostro, preside el montaje, que recuerda los siete dolores  que padeció como Madre del Salvador.

Desde el año 1993, el Museo de Artes e Industrias Populares de Pátzcuaro ha incorporado este montaje anual en sus instalaciones y con ello ha venido contribuyendo en la reanimación de esta tradición que fue tan populosa en el lugar, logrando que la Dirección de Cultura (encabezada entonces por don Enrique Soto) convocara a participar en el montaje de Altares, a familias, barrios, instituciones educativas y propietarios de negocios.  En ese año, por iniciativa de trabajadoras del Museo y con la colaboración de personas vecinas o identificadas con las actividades de este centro cultural, recuperamos y compartimos historias, anécdotas y testimonios que hoy como nunca llenan de significado aquel modesto montaje, suma de participaciones: la imagen de la Dolorosa, del templo de la Compañía; malvas, azaleas y geranios, de las señoras Celia Molina, Belén Zarco, Sara Herrera y las hermanas Chávez; la calandria que trajo la señora Concepción de Ramírez y que alegró con sus cantos a quienes acompañaron y distrajeron a María, bebiendo el agua de limón con chía.  Este año, treinta después de ese Viernes que ha quedado en la memoria de nuestro Museo, ofrecemos gratitud y reconocimiento a quienes han acompañado estas iniciativas y continúan haciéndolo, como la señora Lupita Pérez viuda de López, quien generosa, ha facilitado la escultura de la Dolorosa, herencia de Lolita Solórzano, su suegra, desde hace más de tres lustros.

Como otras representaciones religiosas que muestran el sincretismo indoeuropeo en estas tierras, se atribuye su implantación en ellas, a los franciscanos