Corpus y Ch’ananskua

En la ciudad de Pátzcuaro, la celebración del Corpus y su ch’ananskua, ha sido recuperada. (Imagen: especial)

Según datos conocidos, la primera ciudad de la Península Ibérica que celebró el Corpus Christi fue Barcelona, en el año 1319 o 1320. Tiempo más tarde, en la segunda mitad del siglo XVI, a raíz del Concilio de Trento, la fiesta se había convertido ya en el símbolo por excelencia del catolicismo.

Es muy posible que la primera fiesta del Corpus en territorio de lo que hoy es México, se efectuara en 1526, con “gran esplendor, gran majestad y sobre todo, con regocijo y alegría”, pues todo el ceremonial rememora la omnipresencia del cuerpo y la sangre de Cristo entre la grey católica cristiana. Posteriormente, incorporando a las comunidades indígenas evangelizadas, luego de la ceremonia religiosa se celebra el “rejuego”, que resulta ocasión para que toda persona que tenga un oficio comparta con quienes participan, parte de sus productos.

Entre las comunidades originarias de las tierras conquistadas, la tradicional fiesta del Corpus ha tenido una presencia de más de 400 años y aun cuando la fiesta (por lo menos el nombre) es de origen español y con un trasfondo ideológico cristiano, podemos ver en ella ciertos elementos relacionados con reminiscencias de origen prehispánico.

En territorio michoacano, por ejemplo, se conocen investigaciones que nos hablan de que, por estas mismas fechas, los pobladores originarios celebraban una de las principales fiestas relacionada con el ciclo agrícola, que tenía como objetivo agradecer a los dioses la llegada de las lluvias, fortificadoras y necesarias para la subsistencia de los seres: la denominada Caheri Conscuaro.

Poco se conoce de esta ceremonia que se celebraba en todo el ámbito de la comarca al inicio de las lluvias y en la que las mujeres, doncellas bellamente ataviadas, llevaban jícaras delicadamente adornadas, al tiempo que ejecutaban un baile al compás de los atabales y chirimías. Bailando, colocaban frutos de diferentes árboles en las jícaras hasta que éstas quedaban rebosantes, y luego repartían todos los frutos entre los asistentes, que aceptaban el ofrecimiento y después, todos juntos lanzaban al aire estos frutos y muchas flores silvestres.

Al llegar la conquista, los europeos, y con ellos los primeros evangelizadores, intentaron persuadir a los p’urhépecha de que abandonaran sus creencias por considerarlas pecaminosas, pero sólo consiguieron fundir las dos religiones, dando como resultado ceremonias y fiestas sincréticas, como la del Corpus (Ch’ananskua), que a la fecha continúan arraigadas en la vida de las comunidades.

En la historia antigua del pueblo michoacano, la espiritualidad fue siempre la base de su cultura. Eminentemente religiosos, nuestros antepasados se caracterizaron por su profundo respeto a las deidades –que eran representaciones de los elementos de la naturaleza-, pero sin llegar al fanatismo. Así, los gobernantes estaban sujetos a las normas de la religión y la religión estaba sujeta al respeto de los gobernantes.

Si se quiere ver con perspectiva occidental este fenómeno, se puede afirmar que en Mesoamérica (y en este caso en México), la religión, en tanto que síntesis de todos los conocimientos, es el lenguaje de la naturaleza y que ésta se encuentra constituida por la totalidad del Cosmos, del cual el género humano es una de sus múltiples partes.

En la ciudad de Pátzcuaro, la celebración del Corpus y su ch’ananskua, ha sido recuperada, luego de algunos lustros de no realizarse, por los moradores del Palacio de Huitziméngari (provenientes de distintas comunidades), quienes la celebran con el sentimiento original de agradecer y compartir, asegurando con ello que el Creador, presente en la naturaleza, bendiga el producto que resulta del esfuerzo y el trabajo honesto de hombres y mujeres.

En el año 1995, en la casona de don Antonio Huitziméngari, sitio que albergó a los últimos descendientes de la nobleza indígena p’urhépecha, se reunieron artesanos, pescadores y agricultores, quienes, junto a profesionistas y maestros de educación indígena, se organizaron e invitaron a otros gremios locales para volver a celebrar el “rejuego” por las calles, contando en ocasiones con el apoyo de autoridades municipales y eclesiásticas.  Pero aún con el desinterés de éstas, la celebración se hace presente.

El padre Antonio Abad cuenta que en casi la totalidad de las comunidades p’urhépecha, después de la ceremonia religiosa, por lo regular al mediodía, se realiza una procesión con el Santísimo, recorriendo las principales calles de la población, en donde previamente se colocan altaares o “pozas” bellamente adornadas.  Y por la tarde (cerca de las 17 horas), empieza el festejo o “rejuego”, que en lengua p’urhépecha se nombra ch’ananskua y constituye, en sí mismo, un rituaal: todos juegan a representar su oficio y para ello hacen panecitos, morralitos, ollitas, etcétera, que enorgullecen a quien representan.

 “Un factor muy importante en el habeas o ch’ananskua, es el producto de la tierra y del trabajo del hombre.  Aventar estos frutos, significa agradecer a Dios o a Kuerauaperi, que a través de la naturaleza nos concede lo necesario para la vida y nosotros compartimos con los demás”.  Objetos y productos “se avientan hacia el cielo y no a las personas, pues se trata de ofrendar a Dios (Padre y Madre) con lo que nos ha bendecido y a la vez nos lo regresa y otra gente lo recibe”, puntualiza el padre Antonio.

 Al menos relatos de esta festividad, que en todas las poblaciones de la ribera del Lago se celebra en fechas variadas y con características propias de cada lugar, nos ofrece el maestro Melchor Ramos Montes de Oca (+) en su libro La Vuelta a Pátzcuaro en 36 Fiestas y menciona a Huecorio como una de las primeras en efectuarse, el domingo de Pentecostés o de la Santísima Trinidad.  En Nocutzepu la fiesta coincide con la de la Ascensión; en Jarácuaro, el domingo siguiente al jueves marcado como Corpus (este año el 8 de junio), las hábiles manos artesanas tejen con palma sombreros, petates, sopladores y otros enseres en pequeño, para arrojarlos al cielo y compartirlos con quienes acuden al festejo.  En la isla de Tecuena, el Corpus se festeja el último viernes de junio; en Yunuén, a la mitad del mes de junio (variable); en La Pacanda lo celebran en la misma fecha que en Pátzcuaro y Janitzio.  Así, podemos darnos cuenta de que el Corpus en la región, literalmente, “da la vuelta al lago” y termina en el mes de agosto.

En poblaciones mestizas, todavía hace pocos años la celebración del Corpus Christi se caracterizaba por la presencia de pequeñas mulitas elaboradas con hojas de maíz, a las que se les agregaban sacos o huacales conteniendo semillas, hortalizas y frutos varios, además de ollas, cazuelas, molcajetes, metates, petates y cucharas (todo en miniatura), que rememoraban a las “recuas” utilizadas por los arrieros de antaño que transportaban su mercancía de un lugar a otro.  Las mulitas funcionaban como amuletos que ayudaban a tener prosperidad y bonanza durante todo el año.

Muchxs de quienes tenemos la fortuna de habitar esta región, nos sentimos agradecidxs de poder compartir, mediante las fiestas y ceremonias de cada comunidad, manifestaciones de una cultura viva que se resiste a perder el respeto a la naturaleza y a lo sagrado.