La ciudad dice: Aquí el dolor no se mira

La frase que inaugura nuestro proyecto: “Aquí el dolor no se mira”, es un grafiti que un buen día apareció así nomás a la altura de la Corregidora y Cuautla entre dos cantinas. (Foto: cortesía Julio César Osoyo).

Para Don Beto, con cariño

Abramos un proyecto de escritura: atender lo que las paredes dicen de nosotros. En Morelia, como en cualquier lugar, aparecen de pronto cosas escritas que uno mira como queriendo no enterarse de la verdad que dicen. Mi propuesta es simple: escuchar lo que la ciudad dice de mí. La ciudad dice y yo la quiero escuchar. La invitación está hecha. El día de la cita se sabe: primer viernes de cada mes. El lugar no tanto, puede ser cualquier rincón oscuro donde alguien dejó algún trazo más bien enigmático. A veces basta una frase anónima para dejarse afectar y pensar en ella todo el día, hasta llegar a casa y no poder sino desdoblarla, traicionarla y hacerla decir todo lo que más bien yo quiero decir.

La frase que inaugura nuestro proyecto: “Aquí el dolor no se mira”, es un grafiti que un buen día apareció así nomás a la altura de la Corregidora y Cuautla entre dos cantinas, “Los corsarios” y “La marimba”, de esas que quedan como suspendidas en el tiempo en lo que antes eran los márgenes de la ciudad. Por allá cuando mis padres eran jóvenes y creían en el amor y yo todavía no.

Aquí el dolor no se mira, dice mi ciudad.

En un momento histórico donde nunca tenemos tiempo para lo verdaderamente importante, como la sonrisa de un niño, hay mil maneras de negarse a uno mismo. Una particularmente fecunda es dejar de sentir. Es que a veces la vida es dura y nos golpea con toda su fuerza. Pero no sólo es la vida en abstracto como algo lejano e impersonal sino todo lo concreto que materializamos con nuestros actos cotidianos. Ante la ausencia de una palabra plena que nos acerque a las preguntas fundamentales aparece una muralla que se convierte en abismo infranqueable entre uno y el mundo. Y nada pasa por ahí. Como el muro de Trump que niega y criminaliza lo de afuera. Aquí el dolor no se mira pero tampoco se mira al otro y lo que siente su corazón. No se mira con mirada infantil la hoja del árbol que cae por que sí. La brisa fresca que salpica las ventanas abiertas de un abrazo sincero.

Se le cierra la puerta en la cara a todo lo que podría ser y no ha nacido todavía y nos quedamos atrapados en el mismo monólogo de los años viejos que hacen aparecer una mueca tensa de dolor agrio y secreto en el rostro añejo de los años hartos. Grieta seca que como tierra muerta nos borra las arrugas de la sabiduría infantil en la frente ancha del tiempo perdido que se marchita lentamente.

Un dolor estéril y egoísta que no crea ni sirve ni sale ni vive ni dice ni nada. Dolor muerto que no es el dolor del parto que anuncia la vida nueva y que se celebra con lágrimas y gritos de alegría auténtica que nos conmueve y nos da un motivo para seguir. Ese dolor vale la pena sentirlo con toda  la carne porque es un dolor que nos recuerda lo que es estar vivo y celebra la existencia. Es el dolor de la derrota y de la pérdida que como gran maestro transforma lo que toca.

Pero el otro, el que no se mira ni se sabe ni nos dice ni se dice. El dolor que no es maestro nos enferma con su olor a rancio y contagia de sus ganas de morir, es el único dolor que no vale la pena sentir como los sueños no realizados que perdemos al no mirar la vida en su profunda complejidad que sobrepasa cualquier intento de explicación. Como cuando Valentina me dice una mañana cualquiera: Hola, papá.