Adolfo Gilly: vivir en la revolución permanente

Adolfo Gilly. (Foto: especial)

Mi relación con Adolfo Gilly, nacido Adolfo Atilio y de apellidos Malvagni Gilly, no fue continua, sino intermitente, pero muy importante durante una etapa de mi vida. Comencé a saber de él en 1976 o 1977 cuando ingresé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y lo escuché en conferencias y mesas de análisis en las que, en esa época, participaban muchas veces los más prestigiados académicos del escenario latinoamericano y social mexicano. Era también esa segunda edad de oro de nuestra academia en la que los exiliados por las dictaduras de Chile, Argentina, Uruguay, América Central, Haití, y varios otros países vinieron a enriquecer el debate en las disciplinas sociales, que no era ya, en consecuencia, meramente nacional sino del contexto de nuestra América toda y mundial.

Gilly había regresado a México tras su excarcelación en 1972 y de un exilio de varios años en Italia. En 1971 había publicado su libro más famoso, La revolución interrumpida, escrito durante su reclusión en la prisión de Lecumberri y en el que hizo una reinterpretación completamente novedosa, desde la perspectiva marxista y bajo la perspectiva teórica de la revolución permanente de Trotski, de la Revolución Mexicana.

            Conforme lo escuchaba en diversas intervenciones, mi interés por sus ideas se fue haciendo mayor, pero no fue mi profesor en esa etapa. Leía, eso sí, sus artículos en el diario Unomásuno, en los que analizaba con singular agudeza, entre otros temas, los procesos revolucionarios de Nicaragua y El Salvador. No era en ello ningún neófito. Como militante de la IV Internacional o periodista, el trotskista argentino había asistido directamente a los procesos revolucionarios en Bolivia, Cuba y Guatemala de esa década. Colaboró en este último país con la guerrilla del Movimiento 13 de noviembre, de Marco Antonio Yon Sosa, y llegó a México en 1966 para ser detenido pocos días después por la Dirección Federal de Seguridad y encarcelado en la tenebrosa prisión preventiva de Lecumberri.

            Terminé los estudios de licenciatura y casi los de la maestría en Ciencia Política, y salí por razones laborales de la ciudad de México, desligándome de mi facultad. Fue alrededor de 1985 o 1986 cuando tuve con Adolfo mi primera cercanía. Participaba yo en el comité editorial de la revista Teoría y Política, que publicaba estudios de economía y ensayos de diversos temas desde la perspectiva marxista. La crisis económica de esos años, con su brutal inflación, caída de los salarios reales y otras secuelas golpeaba a la industria editorial. También Coyoacán, la revista que Gilly con otros militantes trotskistas (particularmente del Partido Revolucionario de los Trabajadores) publicaba, y de la que era virtualmente el director, enfrentaba los mismos problemas. Hubo entonces acercamientos entre los editores de ambas publicaciones para realizar una fusión. De ahí surgió Brecha en 1986, en cuyo comité editor también pude participar. Las primeras reuniones se realizaron, precisamente, en el departamento de Adolfo en la colonia del Carmen, Coyoacán, no muy lejos del domicilio que había sido de León Trotski hasta su cruel asesinato.

            Pero por estar radicado ya fuera de la capital, mi participación en Brecha se hizo más esporádica durante el periodo en que ésta subsistió. Fue hasta que regresé, en 1994, a la ciudad de México y a la UNAM a estudiar un doctorado, que tuve la oportunidad de ser directamente discípulo de Gilly y de contar con su amistad. No dudé en inscribirme en su seminario “El moderno pensamiento histórico mexicano”, que en realidad era un curso de historiografía más amplio que su título: Bloch, Ginzburg, Bonfil Batalla, Florescano, González y González, Walter Benjamin y otros autores pasaron bajo nuestra lectora mirada.  En esa etapa Adolfo comenzó a publicar una nueva revista, Viento del Sur, que aclaró no se llamaba así por la también izquierdista publicación argentina Viento Sur, sino por el influjo de la rebelión neozapatista en Chiapas, sin duda el tema central del debate en la izquierda en esos momentos. En el número 3 me publicó un ensayo: “Pasamontañas en tierra caliente. El cierre del ingenio de Puruarán”. Como producto de su seminario escribí otro trabajo, “Historia, mito, subversión. Notas acerca del estudio histórico de las clases subalternas”, que publiqué más adelante en otra revista.

            Pero lo más importante fue que Adolfo accedió a asumir la dirección de mi tesis de doctorado El cardenismo en Michoacán, 1910-1990, en la que invertí nueve años de muy satisfactorio trabajo. Si bien yo pensaba hacer básicamente una revisión bibliográfica, él me espoleó a ir a los archivos y hemerotecas: el AGN, el del Poder Ejecutivo de Michoacán, el del Centro de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas”, en Jiquilpan (para el que él me dio una carta de recomendación para el director del Centro, Luis Prieto Reyes), el Archivo Fernando Torreblanca y otros. La investigación se complementó con más de una docena de entrevistas a protagonistas michoacanos. Como director, Adolfo nunca me hizo correcciones, sólo sugerencias. Me dejó trabajar con mucha libertad y con los tiempos en que pude hacer avances para presentárselos.

            En diciembre de 2012, uno de mis artículos periodísticos, acerca de la violencia en la toma de posesión de Enrique Peña y las posiciones de las izquierdas le llamó la atención. Lo envió al portal Sin Permiso, de Barcelona, que lo publicó, como también otros en los meses ulteriores. En diciembre de 2013 esa misma página de Internet editó un dossier sobre las reformas peñistas, con artículos de los dos. Creo que fue la única ocasión en que, aunque no firmamos juntos, figuramos en el mismo espacio de publicación[1].

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La revolución interrumpida, el libro que lo dio a conocer, representó una reinterpretación revolucionaria de la Revolución Mexicana desde la perspectiva marxista, y particularmente desde la teoría de la revolución permanente elaborada por Trotski desde 1905 y difundida en su Historia de la Revolución Rusa; sin duda el modelo seguido por Gilly para estudiar la guerra civil mexicana entre 1910 y 1920.  Para Trotski, las revoluciones democrático-burguesas en los países atrasados encuentran su límite en la incapacidad de la burguesía local de romper con el dominio de las naciones imperialistas.  En consecuencia, esos movimientos nacionales tienen que ser retomados por la clase trabajadora, la única que puede llevarlos hasta sus últimas consecuencias, transformándolos en revoluciones socialistas que las emancipen de la explotación por el capital imperialista y de sus propias clases dominantes.

            Para Gilly, la Revolución México quedó suspendida con la derrota de las fuerzas populares que encabezaban Emiliano Zapata y Pancho Villa, y el encaramamiento al poder del Estado de la nueva clase burguesa representada por los rancheros sonorenses Obregón y Calles. Esa derrota la explica el autor como consecuencia del fracaso de la alianza obrero-campesina y la consiguiente ausencia de un programa nacional de transformación política y social que hubiera podido encaminar al país al socialismo. Así, si bien los ejércitos campesinos de Villa y Zapata derrotaron en 1914 al ejército profesional de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta, y ocuparon en diciembre de ese año la capital del país, no lograron establecer un gobierno popular y el poder se trasladó al nuevo sector de la burguesía nacional que brotaba desde Sonora y otras regiones del norte del país. La revolución quedó interrumpida, sin avanzar hacia la siguiente fase, la de la transición al socialismo.

Sin embargo, la fuerza de la lucha popular desde 1910 y, sobre todo, desde 1913, obligó a la nueva clase dominante a recuperar algunas de las más importantes causas que habían movilizado a las masas durante el vendaval revolucionario: el desmantelamiento de las haciendas, el derecho de los trabajadores agrícolas a la tierra y los derechos laborales de los trabajadores, todo ello establecido en la Constitución de 1917 por el ala más radical —jacobina— del constitucionalismo. Esos preceptos constitucionales no tuvieron un cumplimiento inmediato por el nuevo Estado, pero dieron a las masas campesinas y obreras un programa de lucha para el siguiente periodo. Incluso, pensaba Gilly, esas luchas habían tenido un segundo empuje durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas (1934-1940), en el que se aproximaron a su cumplimiento. La derrota de las masas populares no fue, así, definitiva; sólo interrumpió el curso de una revolución que, por sucesivas oleadas, retomará su ímpetu para llevar a la emancipación definitiva, socialista.

Pero, por encima de todo, el marxista argentino recuperó la visión de Trotski acerca de la revolución: “La historia de las revoluciones es […] la historia de la irrupción violenta de las masas en su propio destino”. La Revolución Mexicana no fue, así, en esencia, la lucha protagonizada por los sectores de las clases propietarias (o enriquecidas) que resultaron triunfantes y sustituyeron al antiguo régimen porfirista, sino el ímpetu de las masas campesinas y obreras que, en diciembre de 1914, lograron incluso ocupar militarmente la capital del país y sostuvieron en el Estado de Morelos una comuna campesina en resistencia que se constituyó en los años subsiguientes —cuando en el resto mundo estallaba la mayor guerra imperialista hasta entonces conocida, los partidos obreros y socialdemócratas sucumbían al nacionalismo aliándose con sus respectivas burguesías, y enviaban a las masas de trabajadores a la matanza— en la vanguardia mundial de la lucha popular. Más adelante, en otro escrito, Gilly habría de sostener la tesis de que el zapatismo representó la continuidad de la revolución con su persistencia en la lucha por la tierra desde 1909 hasta el asesinato de su caudillo en 1919[2].

La visión de Gilly sobre la guerra de clases en el México revolucionario se asentaba firmemente en una visión internacional y en la perspectiva de la revolución mundial. Partía de su observación directa de los procesos revolucionarios en la Bolivia de los años cincuenta, en Cuba —donde el argentino permaneció desde 1960 hasta 1963, cuando fue expulsado por el gobierno castrista en el marco del combate a las corrientes trotskistas en la isla— y en la lucha guerrillera en la Guatemala bajo el gobierno cívico-militar de Miguel Ydígoras Fuentes y la dictadura del coronel Enrique Peralta Azurdia y, desde luego, del estudio de la teoría marxista de la revolución y de las experiencias históricas del mundo.

Por eso el hilo conductor que atraviesa no sólo La revolución interrumpida, sino la obra toda de Gilly es la lucha de clases. Captar, analizar y comprender cómo, en concreto, se manifiestan en cada momento histórico las demandas y organizaciones de la clase trabajadora y los grupos subalternos en general, y cómo esas luchas moldean y condicionan también las formas de dominación, tanto del capital en los centros de trabajo como sobre la sociedad como conjunto por medio del aparato de Estado, es siempre la preocupación que no abandonó a nuestro autor. Hay en ello una estrecha vinculación con la tesis trotskista de la revolución permanente, aun cuando en muchos aspectos el pensamiento de Gilly se fue apartando, en su evolución, del trotskismo en sus formulaciones más clásicas.

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La muy extensa obra escrita de Adolfo Gilly, que, desarrollada en un periodo de por lo menos siete décadas, abarca una gran diversidad de géneros y temáticas: el reportaje, la entrevista, los manifiestos, cartas, artículos de opinión, ensayos, ponencias y, desde luego, importantes aportaciones académicas a la teoría política y la historia. Implica, además, varias etapas en su pensamiento político y en su militancia. Será una tarea a futuro hacer un balance más completo de todos esos escritos, publicados en una gran diversidad de periódicos y revistas —militantes o no— en múltiples países, desde su natal Argentina a Francia, Italia, los Estados Unidos y, desde luego, México, su patria adoptiva. Pero, sin duda, su trayectoria de vida y sus documentos mismos quedarán como un paradigma de intelectual comprometido con las causas de los explotados y oprimidos de todo el mundo y con la verdad, cualesquiera que fuesen las consecuencias que ésta le trajese en lo personal.

            De esa rica y muy accidentada trayectoria, de la que no estuvo excluida la prisión política, uno de los aspectos que más se han discutido, y con frecuencia criticado por quienes fueron sus compañeros de militancia, es la evolución política e intelectual de Gilly que lo llevó desde el trotskismo más radical y, en más de un sentido, sectario, que abrazó en la Argentina y lo llevó por muchos caminos del mundo, a participar en el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en el México de los años ochenta y noventa del siglo XX, como una remota derivación del cardenismo de los años treinta.

Esa trayectoria implicó varias rupturas ideológicas y políticas bajo las cuales hay, empero, de manera mas o menos explícita o tácita, un sustrato común: las luchas de los trabajadores y desposeídos en las cuales él nunca dejó de ver un potencial de transformación social y política con claro sentido emancipatorio. Tempranamente, a los 19 años de edad, Adolfo se integró —junto con quien sería su compañero de militancia más duradero, Guillermo Almeyra— al grupo trotskista Movimiento Obrero Revolucionario, (MOR) dirigido por el abogado Esteban Rey. En 1949, Gilly, Almeyra y otros militantes se incorporan al también trotskista Grupo Cuarta Internacional (GCI), cuyo líder era quien ya firmaba escritos como J. Posadas, aunque su nombre era Homero (o Rómulo) Cristalli, un trabajador del calzado autodidacta y megalómano que llegaría a ser conocido por la extravagancia de sus ideas sobre la revolución y el socialismo[3].

Su militancia en el GCI, luego llamado Partido Obrero Revolucionario (POR), y su gran capacidad ideológico-política  lo llevaron a recorrer diversos países: Brasil, la todavía revolucionaria Bolivia (donde vivió cuatro años, entre 1956 y 1960), Cuba (de 1960 a 1963, siendo testigo de la crisis de los misiles de octubre), Chile (donde acompañó en 1964 la campaña del candidato socialista Salvador Allende), Perú, Uruguay, Colombia (en la que entrevistó al cura revolucionario Camilo Torres Restrepo), México y Guatemala, donde se vinculó a la guerrilla del Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR-13) de Marco Antonio Yon Sosa, al que los posadistas querían ganar para su tendencia internacional. Como periodista fue colaborador de publicaciones como la Revista Marxista Latinoamericana, de su corriente trotskista, el semanario uruguayo Marcha de Carlos Quijano y Monthly Review de los marxistas estadounidenses Paul Sweezy y Leo Huberman. Su expulsión de Cuba se debió a las críticas que en esos medios publicó a la burocratización del proceso revolucionario y especialmente al ala derecha representada por los veteranos cuadros del Partido Socialista Popular (comunista), como Carlos Rafael Rodríguez, y también a la política de “coexistencia pacífica” adoptada por Fidel Castro siguiendo los lineamientos de la Unión Soviética[4].

Participando ya en el movimiento revolucionario guatemalteco, Adolfo Gilly llegó a México a inicios de 1966 sólo para ser aprehendido pocas semanas después y recluido junto con varios de sus compañeros del POR en la prisión de Lecumberri donde, como queda mencionado, pudo escribir en los siguientes cinco años La revolución interrumpida. Al ser excarcelado, fue enviado a París, de donde él se trasladó a Italia para radicarse por cuatro años. Ahí se encontró con su antiguo líder ideológico, J. Posadas, con quien rompió, instalado éste ya en un extremo sectarismo y en total alejamiento de sus seguidores en Argentina y otros países de América latina. “Según el balance del propio Gilly —expresado en numerosas cartas y documentos de escasa circulación pública—, acontecimientos sucesivos como la ruptura de 1962 con Michel Pablo y la Cuarta Internacional (que le servían de referencia y de «contención»), sumadas a la derrota del MR-13 en Guatemala en 1966 y a su instalación definitiva en Roma desde 1968, habrían contribuido a desarraigar a Posadas del medio latinoamericano que conocía y en el que se había formado”[5].

La separación de Gilly y Almeyra del posadismo les hizo volver a las filas de la tendencia de la Cuarta Internacional encabezada por Michel Pablo, de la que Posadas se había desprendido años antes. Gilly regresa a México en 1976, al finalizar el gobierno de Luis Echeverría, y se integra como profesor Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), dando inicio a un nuevo ciclo en el que combinará la participación política con el trabajo académico[6]. Más adelante se integrará al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) mexicano, en el que se fusionaron las tres más importantes corrientes trotskistas que había en el país y ligado orgánicamente al Secretariado Unificado de la IV Internacional. En 1982 el intelectual de origen argentino adoptará la nacionalidad mexicana.

En 1986-1987 brota en la UNAM la huelga estudiantil promovida por el Consejo Estudiantil Universitario (CEU) contra el incremento de cuotas por inscripción y la limitación de la matrícula. Adolfo es uno de los pocos profesores que apoyan activamente el movimiento dentro de la propia UNAM y a través de sus artículos en el diario La Jornada (del que también fue cofundador en 1984), acompañándolo hasta el congreso universitario de 1990.

Una nueva ruptura se dio en 1988, cuando Adolfo y algunos otros activistas del trotskismo deciden sumarse a la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas, se desligan del PRT y forman el Movimiento al Socialismo (MAS). A partir de ese momento, Gilly se vinculará estrechamente al candidato hijo del general que expropió la industria petrolera. En 1989, tras la derrota política de Cárdenas y su movimiento (si bien no se sabe, por el fraude, si fue una derrota electoral), el MAS participa, con la Corriente Democrática escindida del PRI y que encabezaba el propio Cárdenas con Porfirio Muñoz Ledo, el Partido Mexicano Socialista (heredero directo del Partido Comunista, fusionado con el PMT de Heberto Castillo) y otras agrupaciones en la fundación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), del que Gilly también fue dirigente.

El levantamiento del EZLN el 1 de enero de 1994 fue otro punto de inflexión para Adolfo. No tardó en acudir a Chiapas a tomar contacto con los insurrectos, de los que se hizo amigo y asesor, en especial durante los diálogos de San Andrés. De su conocimiento directo del proceso neozapatista y su contexto indígena surgió uno de sus probablemente más íntimos y apasionados libros: Chiapas, la razón ardiente, de 1997. Destaca ahí cómo, en esa entidad donde la Revolución Mexicana no llegó y donde se mantuvieron más que en otras regiones los modos de dominación tradicionales (incluso precapitalistas), el estallido de la rebelión indígena de 1994 obedeció, antes que nada, a la demanda “más extraña porque la más universal y abstracta: la dignidad”. Tanto como el problema de la tierra —amenazada de privatización por la reforma salinista de 1992 al artículo 27—, fue motor del movimiento el sentimiento de padecer un agravio moral; o quizá más.

En la última etapa de su prolífica trayectoria intelectual, Adolfo enfocó su atención en uno de los personajes poco estudiados, por subestimado, de la Revolución Mexicana, Felipe Ángeles, a cuya trayectoria militar dedicó algunos ensayos y dos libros[7]. Ángeles, militar formado en el ejército porfirista, fue el único general de éste que se unió al movimiento revolucionario de 1913. Leal y muy cercano al sacrificado presidente Madero, unió su destino a la División del Norte de Pancho Villa, con la que obtuvo importantes victorias, como en Torreón y Zacatecas. Fue, además un convencido demócrata y, al decir de Friedrich Katz, el único verdadero intelectual surgido del ejército federal.

¿Pero, cómo llegó Adolfo Gilly desde sus posiciones radicales juveniles y su militancia en organizaciones ideológica y políticamente rígidas como el posadista POR —y su expresión internacional, el Buró Latinoamericano (BLA)— a un partido de centro-izquierda, muy abierto y plural como el PRD, cuya principal matriz política —pero desde luego no la única— era el nacionalismo mexicano del siglo XX? ¿Cómo enlazó esa militancia con la insurrección indígena chiapaneca de 1994? ¿Por qué decidió ser un biógrafo del militar Ángeles? El propio Gilly, en distintos escritos publicados, dio algunas claves para entender lo que podríamos llamar la curva —término que él con frecuencia utilizó para referirse a la trayectoria entre dos momentos distantes en el tiempo, pero ligados por factores no siempre visibles— de su análisis del México revolucionario y posrevolucionario.

Ya en la versión original de La revolución interrumpida, el autor dedicó el último capítulo a interpretar el periodo de gobierno del general Cárdenas en sus diferentes aspectos: la reforma agraria, la nacionalización de la industria petrolera, el impulso a los sindicatos, le política exterior y la defensa de la República española, y la educación socialista. Al tiempo que reconocía ese gobierno como un eslabón, el último, de la continuidad de la Revolución Mexicana, lo definió como “un gobierno nacionalista revolucionario y antimperialista al frente de la forma peculiar de Estado capitalista surgido de la revolución agraria de 1910-1920”[8]. Desde esa etapa, el historiador percibía el enlace directo entre el movimiento armado en que los grandes temas de la nación (restitución y reparto agrario, educación, derechos laborales, emancipación nacional) quedaron planteados, pero no resueltos, la Constitución jacobina de 1917 y el intento de Cárdenas por su realización.

Ese capítulo fue suprimido de las nuevas ediciones del libro, al aparecer El cardenismo: una utopía mexicana en 1994, una vez que el autor participaba ya en el PRD. Esa investigación, que fue también su tesis de doctorado en la UNAM, se realizó, es claro, antes del alzamiento neozapatista, pero fue una continuación de la que había realizado un cuarto de siglo antes en la cárcel de Lecumberri. En 1986, en una entrevista con Julio Moguel, cuando se preparaba el lanzamiento de Brecha, Gilly sometió a crítica su propia visión de la Revolución Mexicana de 1971:

[… ] Ahora creo que en efecto la revolución campesina no quedó a la mitad de su camino, en el sentido de que pudiera o debiera ahora continuarse hasta su culminación como revolución socialista. Creo que la nueva revolución será eso, una nueva, otra revolución. No obstante rescato del planteamiento lo que me parece es esencial y que ya he tratado de explicitar: existe una evidente derivación o puente histórico, político y cultural entre la revolución popular de principios de siglo y la que ya ha germinado en el pasado reciente, se despliega en la actualidad en algunos de sus momentos y deberá desarrollarse en el futuro. La nueva revolución se nutrirá ideológica, política y culturalmente de la vena popular de la Revolución Mexicana; recuperará sin duda una buena parte de sus objetivos y se orientará seguramente por muchos de sus símbolos y sus ideales[9].

            En esa percepción y en esa interpretación en que una nueva revolución, si bien distinta, tendría que nutrirse de su ya distante antecedente, se cimentó la adhesión de Gilly al neocardenismo, surgido en la escena política del país menos de dos años después de esas declaraciones. No fue casual, en consecuencia, que nuestro siempre atento analista viera el punto de inflexión de la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en su masivo recibimiento popular en La Laguna, la región en la que el general, su padre, había iniciado 52 años antes —un siglo, en la cosmogonía azteca, marcada por el encendido del fuego nuevo[10]— el reparto agrario más importante de nuestra historia. Un viraje político-social que llevó a Gilly a distanciarse de su organización política, el PRT, y a impulsar la formación del Movimiento al Socialismo (MAS), a través del cual se vinculó a la campaña cuauhtemista de 1988 y luego, de manera natural, a la fundación del PRD.          

            La insurrección chiapaneca y su extensión en el plano político y social no parecen haber producido una ruptura en el pensamiento de Gilly con esa convicción neocardenista; al contrario, sólo reafirmaron, en clave de los indígenas chiapanecos, la concomitancia entre el proceso en torno al hijo del general michoacano y la sublevación. En su libro acerca de esa experiencia indígena escribe:

[…] se cruzan dos modos diversos (no necesariamente contradictorios) de percibir la crisis del Estado: el de la experiencia de las comunidades […] y el de los dirigentes y organizadores de la izquierda revolucionaria.

            Los primeros ven en el cardenismo ante todo la insurgencia, la ruptura desde abajo con el régimen, no tanto las preocupaciones electorales o institucionales de sus dirigentes políticos. Esos indígenas están sintonizados con los modos y el universo mental de quienes en 1988 escribían cartas a Cárdenas amenazando con tomar las armas y de quienes en 1989 las tomaron en efecto para ocupar decenas de alcaldías después del fraude en las elecciones municipales de Michoacán.

            Los segundos ven sobre todo los límites del movimiento cardenista. El encuadramiento de éste dentro de los marcos legales y electorales, para ellos inadmisible, les dificulta medir la magnitud de la fractura operada desde abajo en la comunidad estatal nacional tal como ésta se había constituido y consolidado a partir de los años cuarenta.

            […] Esa diferencia, invisible para todos en tiempos “normales” cuando la decisión capital —la insurrección— aún no está en juego, sale a la luz en el momento de tomar esa decisión. […][11]

Felipe Ángeles habrá de expresar, en la etapa final, esa doble atracción al profeta nunca armado que fue Adolfo, por la acción militar y la civil, en la que siempre están presentes las aspiraciones emancipatorias de las masas subalternas por la transformación social y política. De la presencia de Adolfo Gilly en la política de nuestra América, y en sus procesos populares de insumisión, han quedado múltiples huellas y testimonios. De su obra escrita permanecerán grandes aportes a la misma causa. El arco de su pensamiento político e histórico es en realidad una amplia trayectoria que se entrelaza con la historia contemporánea de nuestro país y el continente, revolucionándose permanentemente a sí mismo, pero siempre afianzado por dos ejes: el amor a los sojuzgados y la esperanza de su definitiva emancipación. Quedará como tarea para sus biógrafos anudar adecuadamente las tres facetas de una vida tan rica: la del militante, la del periodista comprometido y la del académico fecundo y revolucionario cuyas ideas son su mayor legado.


[1] https://www.sinpermiso.info/textos/mxico-jaque-mate-a-la-repblica-dossier.

[2] “La guerra de clases en la revolución mexicana (Revolución permanente y autoorganización de las masas)” en Varios autores: Interpretaciones de la revolución mexicana. México, Ed. Nueva Imagen, 1979.

[3] Véase Horacio Tarcus: “Adolfo Gilly (1928-2023): cronista del siglo XX” en el portal Jacobin (https://jacobinlat.com/2023/07/11/adolfo-gilly-1928-2023-cronista-del-siglo-xx/?fbclid=IwAR3IcykObzIKRtcxdmJqUFbXG-AyNVOVsIPvi-uBX0wV2XPTwfbTPXImB1I).

[4] Véase Carlos Mignon: “Adolfo Gilly, el movimiento trotskista y la revolución socialista en América Latina” en Daniel Gaido, Velia Luparello y Manuel Quiroga (edits.): Historia del socialismo internacional. Ensayos marxistas. Santiago de Chile, Ariadna Ediciones, 2020.

[5] Horacio Tarcus: Op. Cit.

[6] “Al salir de la cárcel, vivió en Francia e Italia, hasta que decidió volver a nuestro país. Como Trotsky, el revolucionario errante decidió establecerse entre nosotros, pero a diferencia de su antecesor ruso, no fue un solitario profeta en el exilio. Maestro universitario, periodista y militante, Gilly hizo de México su patria de elección. En 1982 demostró que la identidad no es un accidente sino un acto voluntario: decidió pertenecer al contradictorio país que lo apresó como regalo de bienvenida y que le permitió pensar de otra manera” Juan Villoro: “Revolución permanente”. Diario Reforma, México, 7 de julio de 2023.

[7] “Felipe Ángeles Camina hacia su muerte” en la revista Nexos, diciembre de 1990; Adolfo Gilly (Comp.): Felipe Ángeles en la Revolución. México, Eds. Era, 2008; Felipe Ángeles, el estratega. México, Eds. Era, 2019.

[8] A. Gilly: La revolución interrumpida. 20ª edición. México, Eds. El Caballito, 1984. P. 355.

[9] J. Moguel: “Historia y política en México. Conversaciones con Adolfo Gilly”. Teoría y Política No. 14. Enero-junio de 1986.

[10] Fuego Nuevo era el nombre que Gilly proponía para la nueva publicación de 1986, al final denominada Brecha.

[11]  Adolfo Gilly: Chiapas: la razón ardiente. Ensayo sobre la rebelión del mundo encantado. México, Eds. Era, 1997. P. 79. También escribió ahí mismo (p. 52): “para los campesinos mayas de Los Altos de Chiapas, escribe Jan de Rus [sic], la palabra “revolución” no está ligada a la revolución de 1910, que fuer para ellos una mera guerra por el control, de la región entre dos facciones de la elite dominante, la del centro y la local. […] La verdadera revolución fue el tiempo del presidente Cárdenas, en la segunda mitad de los años treinta. Entonces llegaron a Chiapas una parcial reforma agraria, sindicatos y abolición del peonaje por deudas. Por eso entre 1936 y los primeros cuarenta son llamados a veces ‘la revolución de los indios’”.