Pátzcuaro: 489 años del título de Ciudad

Pátzcuaro, Michoacán. | Fotografía: Archivo

El lugar privilegiado denominado Pátzcuaro (antiguo Petatzécuaro), es depositario de una tradición cultural e histórica indudablemente vigorosa.  A través de los siglos, las aguas de nuestro espejo natural han presenciado los acontecimientos más trascendentes de México, y su historia ha estado íntimamente ligada a la de un pueblo que, en algún momento, representó un imperio: el P’urhépecha.

       Todavía, alrededor del lago, se encuentran destellos de aquella grandeza: en los vestigios y monumentos arqueológicos, en la riqueza expresiva de sus artesanos; en la memoria colectiva de su gente, transmitida mediante historias, mitos y leyendas que se escuchan en voz de lxs abuelxs y que dan cuenta de Tariácuri, la gentil Eréndira, o Tsintsicha Tangaxoán.

       Por los caminos y comunidades lacustres, aún se percibe la huella de Franciscanos, Agustinos y de Tata Vasco, quienes, junto a los integrantes de la Orden de la Compañía de Jesús, volvieron a dar aliento y esperanza al pueblo subyugado, que durante la Colonia fue capaz de modelar con amor y sobre sitio sagrado, bellísimas casonas que albergaron a europeos, criollos y mestizos por igual, además del reducido grupo de la nobleza indígena y gremios de artesanos nativos (entre ellos los hacedores de esculturas de pasta de caña de maíz), que volvieron a dar vida a los espacios centrales y a los barrios de Pátzcuaro, primera ciudad colonial de Michoacán.

       Si escuchamos atentos, los murmullos del viento traen los ecos de espíritus libres, en búsqueda de una patria independiente: Morelos, Manuel Muñiz, el doctor Cos, el padre Lloreda, Gertrudis Bocanegra y María Luisa Martínez, entre otros, quienes pasearon sus anhelos por la laguna.  Y Pátzcuaro también atestiguó los afanes de don Melchor Ocampo; la esperanza igualitaria de don Salvador Escalante, así como las laboriosas y patrióticas enseñanzas del General Lázaro Cárdenas del Río o del General Francisco José Mújica.

       Pátzcuaro y su entorno todavía respiran historias: tienen pasado propio y glorioso y tienen una leyenda envuelta en la magia de sus aguas y de sus islas.  Parte de esa historia, se encuentra también plasmada en la obra monumental y muralística que nos invita a recuperar la atención y cuidado del patrimonio natural, que ha esbozado, desde mucho tiempo atrás, la vocación turística y hospitalaria que caracteriza a la región: punto de confluencia, desde tiempos remotos, para muchas y antiguas culturas.

       Colores, aromas y sabores se entremezclan, transformándose en canciones, pirekuas, danzas, música y otras expresiones que cobran materialidad cultural en el arte popular y en la laboriosidad artesanal.  En la región del lago, como en todo Michoacán, las manos de hombres y mujeres han aprendido a hablar con su propia palabra, sutil y colorida, a través de la cual los ribereños manifiestan sus penas y sus alegrías; su amor por la vida y su respetuosa cercanía con las ánimas de quienes ya abandonaron este plano terrenal, a quienes anualmente se les espera, se les vela y se ofrenda.

       Para nuestro lago y sus poblaciones, no hay un solo cohete que se quede sin celebración.  “Si no tiene fiestecita, pues se la hacemos”, aseveran traviesas sus aguas.  La vida misma, cotidiana y trivial, es una fiesta permanente.  Siempre hay un santo qué festejar, un temporal qué agradecer o propiciar, y qué mejor motivo para los especiales platillos; la banda que más suene, las danzas, las máscaras y los gigantones de carrizo llamados “Mojigangas”.  Siempre hay festejo y ritual.

       Aliada del entorno, también desde siempre, pero hoy cada vez menos, ha sido la lluvia.  Por eso añoramos su tardanza y ahora su escasez.  ¿Quién, si no, alimenta nuestro lago?  Al llover, huele a tierra fresca, al adobe de muros, al barro de sus tejas y losetas y a los delicados aromas que se desprenden de patios y jardines permanentemente florecidos.  Pasear por los lugares de tianguis y mercados, es también aspirar los olores de los variados productos de la generosa tierra que, al alimentarnos, “nos ayudan a ser fuertes”: del maíz y derivados, de las plantas comestibles, de las que curan y condimentan, de verduras y legumbres cultivados en las riberas; de frutos temporaleros que hace poco se daban en abundancia, igual que la cada vez menor variedad de pescados, entre los que pocas veces descubrimos los legendarios peces blancos.

       Fusión de paisajes y rincones cargados de nostalgia, la región que ocupa Pátzcuaro es marco y motivo, donde el tiempo se afirma y el trabajo cotidiano reitera valores que actualizan y dan continuidad al desarrollo creativo de un pueblo portador de su destino histórico, que todavía cree en su lago y en sus niñxs.  El primero, como principio de la vida, y los segundos, como la continuación de ella.  Nuestros pequeños, dicen los abuelos p’urhépecha, han de crecer en el respeto por la naturaleza y todo lo que de ella nos ha sido concedido.  Es tiempo de soñar todas las noches con un lago limpio, bellísimo, custodiado por sus hijos/as.

       Ciudad que fue considerada Sagrada, de culto a Cuerauáperi, a Nana Yurixha o la Señora de la Salud; de indudable raíz indígena, hoy como antaño, Pátzcuaro y sus alrededores albergan una diversa y rica gama cultural entre la que prevalece el interés por conservar el carácter y la personalidad que le han llevado a trascender fronteras y que en su verdadera magia continúa planteando grandes interrogantes a propios y extraños.

       Este próximo 28 de septiembre, celebraremos el 489 aniversario de haber recibido Pátzcuaro, el título de “Ciudad de Mechoacan”, por iniciativa del Oidor de la Segunda Audiencia: el Abogado Vasco de Quiroga, luego nombrado Obispo por el Rey de España. 

       En esta ocasión, habiendo sufrido tantos cambios la imagen de Pátzcuaro y sus alrededores, comparto lo que escribí hace más de dos lustros, invocando al amor, a toda la inteligencia y voluntad de quienes auténtica y desinteresadamente, suman esfuerzos, actividades y capacidades, para lograr que Pátzcuaro recupere el sentido de comunidad, que tanta falta hoy, nos hace.