Resistencias, para no olvidar

Más allá de la destrucción de un monumento, reivindicar a los indígenas implica respetar sus derechos y costumbres, según algunos ciudadanos. | Agencia Comunicación Gráfica

Años antes de 1992, en octubre de 1989 en Bogotá, Colombia, se lanzaba la campaña “500 años de Resistencia Indígena y Popular”, surgida de varias reuniones y encuentros convocados por líderes indígenas de todo el Continente americano y con el objetivo central de oponerse a la “celebración” del V Centenario del acontecimiento que los pueblos originarios consideraron como la invasión colonialista más cruenta de aquella época, sobre el territorio que ellos reconocen como “Ab ya Yala”.

       En 1990, después de realizarse el Primer Encuentro Latinoamericano de Organizaciones Indígenas, el día 21 de julio se produjo la “Declaración de Quito”, emanada de las reflexiones de 120 representantes de Naciones Indias, en la que mostraban un absoluto rechazo al término “festejo” para conmemorar la fecha en que nuestro territorio no fue “descubierto” de pronto, sino imaginado, reconocido y saqueado gradualmente, en un largo y complejo proceso que no ha sido frenado hasta nuestros días.

       En el documento declaratorio de Quito, se mencionaba que “El 12 de octubre de 1492 nuestras tierras fueron ocupadas militarmente por los españoles.  Se iniciaban así 300 años de dominación extranjera.  En 1521, Hernán Cortés arrasó hasta los cimientos la mayor ciudad del Continente: Tenochtitlan, capital del imperio azteca.  En 1533, Francisco Pizarro, un analfabeta criador de cerdos, destruyó el Templo del Sol, en el Cuzco, corazón del imperio Inca.  En 1562, en Yucatán, Fray Diego de Landa convirtió en cenizas toda la literatura y la ciencia del pueblo maya, la civilización más avanzada que hubo en América.  Para mantenernos sometidos, quisieron sepultar nuestras culturas.  Todavía en 1780, el gobernador del Virreinato del Perú prohibía el idioma quechua y el aymara; prohibía usar las túnicas tradicionales y tocar la quena o celebrar las fiestas antiguas: los indígenas tenían que vestirse, peinarse y hablar como lo hacían los invasores”.  E igual sucedía adonde se instalaban, avasallando a la población que ahí encontraran.

       En cuanto al saqueo, “…En los primeros 150 años de Colonia, llegaban a puertos españoles, desde las minas de América y según las cifras oficiales, más de 185 mil kilos de oro y 35 millones de libras de plata pura.  Jamás Europa había visto tanta riqueza junta: tres veces más que la guardada por aquel entonces, en todos los bancos del viejo continente.  Nunca en la historia de la humanidad se había acumulado tanto dinero en tan poco tiempo.  Esta acumulación de capital fue la que permitió el desarrollo económico de los que hoy llamamos ‘países de la Comunidad Europea’.  Con este saqueo, Europa realizó el mayor robo del que hasta hoy se tenga noticia”.

       Este desafortunado “encuentro”, produjo también un genocidio de enormes proporciones.  “Cuando los conquistadores llegaron a tierras de América, vivían en nuestro Continente unos 70 millones de indígenas.  Después de siglo y medio de colonia, esta población se había reducido a menos de la décima parte.  Morían a filo de espada, en trabajos forzados, contagiados de viruela y otras enfermedades infecciosas no conocidas en estas tierras.  Los habitantes de las islas del Caribe fueron prácticamente exterminados a los 20 años de la llegada de los españoles.  Sólo en los socavones de la mina de plata del Potosí, murieron ocho millones de indígenas trabajando día y noche, hasta reventárseles los pulmones, para enriquecer a sus amos.  La colonia española contó con más mano de obra esclava que ningún otro imperio en la historia de la humanidad.  Así amasaron enormes riquezas.  El precio fue la vida de 65 millones de seres humanos: 500 mil víctimas por año, mil muertos por día durante los primeros 150 años del encuentro con los llegados del otro lado del mar”.

       En 1992, representantes de todos los pueblos indios de América, reunidos en el corazón de Ab Ya Yala: México-Tenochtitlan el día 12 de octubre, ratificaron la Declaración emanada del Primer Encuentro Continental de Quito, que además de rechazar la celebración del Quinto Centenario, como se planeaba en Europa y con el apoyo de gobiernos colonialistas, exigieron respeto a la vida, a la tierra, a la libre organización y expresión de sus distintas culturas; reconocieron el importante papel de la mujer indígena en las luchas de los pueblos indios; reafirmaron el derecho de practicar ancestrales creencias y de utilizar sus lugares sagrados; consideraron vital la defensa y conservación de los recursos naturales que se encuentran en territorios indígenas, exigiendo además ser nombrados como ellos mismos se reconocen y no como se les denominó por los colonizadores.  Finalmente, consideraron que, para los pueblos indios, el 12 de octubre no debe ser el “Día de la Raza” o del “Descubrimiento”, sino un día de luto por la destrucción y saqueo de las culturas originarias.

       Durante varias centurias, nuestro continente fue considerado inferior, porque era un territorio que no había llegado al “desarrollo” al mismo tiempo que los del viejo continente.  Y es en este contexto, que las obras de un reducido grupo de humanistas del siglo XVIII, celebraron por vez primera la sabiduría política y moral de los antiguos pueblos de México.  Escribió Carlos Montemayor: “Varios rasgos tuvieron en común estos humanistas.  Primero, haber nacido todos en el territorio de México y alrededor de los últimos años de la tercera década del siglo XVIII.  Segundo, haber escrito la mayor parte de sus obras en latín.  Tercero, haber pertenecido a la orden de los Jesuitas.  En la década de los cincuenta, comenzaron a tener en la Nueva España una influencia decisiva en el rectorado de colegios.  Enseñaban historia, filosofía, física, matemáticas, teología, latín; dominaban varias lenguas indígenas, luchaban porque se extendiera la ciencia experimental y porque el pensamiento cartesiano tomara en la vida universitaria, el lugar de la tradición escolástica.  Pero, sobre todo, acaso sin saberlo, se preparaban para la comprensión histórica de México, por primera vez, como un país diferenciado de España.

       Seguramente esa fue la causa mayor para que la Corona Española decretara la expulsión de los miembros de la Compañía de Jesús de tierras americanas.  “El año de 1767 la corona española decretó la expulsión de los jesuitas de todos sus territorios.  La mayor parte de ellos fueron acogidos en Italia, especialmente en Bolonia.  Por ello en Europa formularon en forma acabada la nueva visión histórica de México.  A Francisco Xavier Clavijero, a José Luis Maneiro, a Manuel Cavo, a Diego José Abad, a Francisco Xavier Alegre, a Rafael Landívar, a Rafael Campoy, entre otros, debemos este cambio en el pensamiento histórico y político”, menciona Carlos Montemayor en su obra Los Pueblos Indios de México hoy.

       Es también este autor quien documenta que apenas fue en el siglo XX, cuando al arribo de Cristóbal Colón a nuestro territorio se le llamó el ‘encuentro de dos mundos’, y con mayor exactitud: ‘la Invención de América’, término que está más cerca del complejo proceso que empezó a modificar el mundo a partir del reconocimiento de la entidad geográfica y política que hoy llamamos Continente Americano.

       Quienes habitamos territorio americano (indios y no indios), todavía hoy, ya entrado el siglo XXI, no hemos terminado de conocernos del todo y aceptamos que la naturaleza de nuestros pueblos originarios está lejos de ser entendida cabalmente por quienes no pertenecemos a esas poblaciones.  Pero sí podemos afirmar que existe ese interés entre cada vez más personas que reconocemos en ese proyecto de vida la consecución de metas sólidamente asentadas y estructuradas en una cosmovisión que puede sustentarse a sí misma y, por ende, prescindir del pensamiento occidental.

       Sirva esta memoria para reafirmar el rostro que negamos ver de nosotrxs mismxs.  Y así sumarnos a la resistencia contra el olvido.