Menos Face y más book

(Léase: menos imagen y más palabra)

Las redes sociales nos dañan a todos. (Foto: especial)

Me despierto. Tengo un cuerpo del que ocuparme pero también una pantalla negra que duerme a mi lado; es lo primero que ven mis ojos cada mañana. Como si fuera un autómata programado para actuar de una sola manera, tomo mi celular y veo la hora, ya me esperan en la pantalla que ahora brilla con gran intensidad un montón de mensajes y notificaciones de las que debo ocuparme mientras hago del baño.

Lo que no ven mis ojos detrás de los millones de megapíxeles que dan nitidez HD a la imagen es un ejército de comandos informáticos funcionando de modo perfecto para la consecución de un solo fin: que yo permanezca el mayor tiempo posible frente a la pantalla, es decir, robar mi vida para ganar dinero. Nunca antes en la historia de la humanidad alguien había ganado tanto dinero como las empresas tecnológicas que obtienen sus recursos del tiempo que yo permanezco en la pantalla al moldearme para responder a sus anuncios publicitarios de modo favorable para la acumulación de dinero, pero desfavorable para la vida social y para mi propia vida como sujeto que sufre la falta de una identidad estable, como cualquier otra persona.

Las redes sociales nos dañan a todos. Son un gran centro comercial en el que la mercancía soy yo mismo: me venden y me vendo por unos cuantos likes que son un falso reconocimiento social y un alimento narcisista que degrada mi ser sin que yo mismo lo advierta. Es difícil darse cuenta de la magnitud del problema pero más difícil aún hacerle frente. La verdad es aburrida. Cuesta. Pide despertar del sueño diario en el que dormidos aniquilamos el único mundo real que tenemos: aquel formado por las palabras que lo forjan en el intercambio comunitario del diálogo verdadero. Ese gran ausente en las plataformas digitales.

El poder de la imagen manipulada por el algoritmo que ingresa a mí cuerpo a través de la mirada es comparable con la sustancia que busca un adicto para sentirse vivo. Ahí está el engaño y la mentira, pues el objeto de consumo desaparece antes de poder alcanzarlo del todo y brindarme la satisfacción perpetua. Esa que sólo se alcanza con la muerte. Se forma un círculo cerrado como la serpiente infinita que se devora a sí misma en donde no hay inicio ni final. En las y redes sociales no hay alto ni salida. Siempre estoy conectado. Siempre mirando. Atrapado por siempre.

Mientras yo me pierdo en la pantalla de la perfección imaginaria en donde se cumple mi anhelo narcisista de fama y fortuna, ellos ganan dinero al monetizar mi atención y mi sangre al vender mi único tesoro irrecuperable: el tiempo que constituye mi existencia. Ese que no volverá. El tiempo del que está hecha mi vida se oferta a las empresas ávidas de compradores insatisfechos como el yo que logran modelar en aquel ciclo infernal del que no logro salir porque no sabía que estoy adentro y lo sostengo cada vez que miro mi face.

El face me hace daño sin que yo lo sepa. Me vuelve lo que el mundo capitalista requiere de mí: un chingón sin falta ni pregunta ni lazo social fundado en la circulación de la palabra plena. El Face es el triunfo del individualismo y la pérdida de la subjetividad. Es el infierno de la imagen sin carencia. Es la desconexión del vínculo real y profundo con el otro. La muerte del ser humano. La instauración del gran centro comercial en el que todos somos mercanca.

Entonces, menos Face y más book; más palabra compartida, lectura del mundo y la realidad social compartida. Más posibilidad de no ver y de pensar en lo que somos y de enlazarme con alguien a través de la palabra y no de la imagen.